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Los mexicanos aguantamos

(Originalmente publicado el 29.05.2017 en el HuffingtonPost)

"¿Cómo es posible que en México encontremos 253 cuerpos y la gente ni reaccione?" preguntaba hace poco la señora Lucia Díaz, fundadora del colectivo "El Solecito" de familiares de desaparecidos en Veracruz a un reportero del New York Times.

El doctor Clotaire Rapaille, famoso por sus teorías sobre el posicionamiento y las claves de la conducta humana de consumo, desarrolla en muy pocas páginas de su libro El verbo de la culturas (Taurus, 2015) la explicación sobre el verbo que, dice, es la esencia de la cultura mexicana: aguantar.

La primera vez que leí el texto, confieso que lo taché de reduccionista, como para algún congreso de mercadotecnia light. Sin embargo, hace unos días desanduve ese camino y me encontré con algunas señales estremecedoras.

"Cuando algo sale mal y te hace la vida difícil y dolorosa, el programa cultural [del mexicano] no es cambiarlo, sino aguantarlo. Entre más puedas soportarlo, más orgulloso te sientes. Para las personas que carecen de autoridad, no tener poder ni forma de protegerse, el aprender a aguantar, y a decir "mentiras blancas" es necesario para sobrevivir. Han aprendido a causarse la menor cantidad de daño posible. Esta es una de las razones por las que tomar la iniciativa o salirse del corral está mal visto en el entorno laboral mexicano", dice Rapaille.

Penalizamos la protesta, culpamos a las víctimas

La mayoría castigamos y descalificamos a quien levanta la voz, a quien protesta, a quien pide se le respete o cumpla un derecho. Castigamos con nuestros juicios y tomamos distancia de quien se inconforma o solo exige ser tomado en cuenta.

Sale del círculo de la corrección el compañero de trabajo que se queja por los largos horarios, por los gastos extras de quedarse hasta tarde, la colega que lo hace porque no podrá llegar a ver a su familia, o la vecina que pide cuentas claras a la administración o el comensal de junto que reclama buen servicio o los colonos que cierran una calle porque el delegado no les soluciona sus demandas. En segundos, cualquiera de ellos se convertirá para los demás en un amargado, imprudente, escandalizadora, rojillo, y todos los demás etcéteras que contiene nuestro catálogo de etiquetas para rebeldes, agitadores y sedicientes sociales.

Criminalizamos a las víctimas (quien sabe en qué estaban metidos esos de Ayotzinapa, la mataron porque usaba tatuajes, tomaba chelas y debía materias, para qué escribía de esas cosas ese periodista...), y nuestro ADN cultural se santigua cuando alguien plantea cambiar algo o hacerlo de otra manera.

Así podemos ver pasar por nuestra realidad real a 49 niños quemados, a miles de ejecutados, a cientos de madres buscando a sus hijos desaparecidos, a decenas de periodistas asesinados, escándalos cotidianos de corrupción e ineficiencias, y tal cual, son eventos que pasan. Después culpamos a una corta memoria, a la falta de conciencia social y no sé cuántos constructos imaginarios. Malas noticias: nada de eso crecerá en nuestro ser nacional, porque aguantar implica justo lo contrario a indignarse y unirse.

Nuestro ADN cultural se santigua cuando alguien plantea cambiar algo o hacerlo de otra manera.

"Los mexicanos nunca dirán que no (...). De esta forma quieren salvar su reputación y evitar ofender a otros. A pesar de que siempre han aguantado, poseen una cultura acogedora y siempre expresan un joie de vivre", argumenta Rapaille, y cita a Octavio Paz en El laberinto de la soledad: "Nuestras mentiras reflejan, simultáneamente, nuestras carencias y nuestros apetitos, lo que no somos y lo que deseamos ser".

El tema es que validando o no a Rapaille, aguantamos. Pocos cuestionamos directamente, protestamos o rechazamos en abierto. En estos días las redes sociales son el espacio número uno del disentimiento, pero quienes toman las decisiones han decidido creer que en ellas solo habitan seres de una tribu digital aislada y hasta endogámica. No hay de qué preocuparse. Y es que si validamos a Rapaille, los que deciden no tienen nada de qué preocuparse, pues la mayoría aún aguantará y serán los alzados solo quienes navegan en los océanos de gigabytes. Nada pasará.

En el imaginario habitan frases como mantras: "pues sí, está mal, pero si uno se queja luego le va peor", "ya sabemos que así es y eso se decide en otro lado", "sé de sitios donde eso es peor", "la verdad aquí no nos va tan mal", y mientras podamos huir en cualquier momento hacia nuestros refugios celebratorios y anestésicos, uno no tiene de qué quejarse.

La lucha no convoca

En una charla que di a militantes de un partido de izquierda se contrariaron cuando les recomendé que no llamaran a la gente "a la lucha", porque su público no quiere luchar, ni confrontarse, sino más bien acudir a un llamado que les proponga emocionalmente un cambio con beneficios directos para ellos y para quienes "más quieren". En México tenemos más frustrados y engañados que indignados puros, y quien les proponga reivindicarlos ganará la partida de quedarse con el share intelecto-estomacal, que es el que mueve a muchas, muchísimas personas.

El reto es como una intervención quirúrgica delicada: ¿cómo haces un injerto de motivos que respete la membrana del aguante? Porque si es cierto que está en nuestro ADN cultural más inconsciente y colonial, será una batalla inútil solo el criticarnos, rechazarnos y flagelarnos porque aguantamos. Así somos muchos y muchas: ¿qué hacemos con eso para una estrategia de futuro?

Hay quienes hablan de hacer conciencia, pero yo diría: conscientes somos. Oigamos las charlas de los cafés, vayamos a las comunidades, leamos los blogs, revisemos las encuestas. El tema central y urgente es saber qué nos puede mover, qué nos hará levantarnos de nuestro sillón de confort. Ningún cambio social lo han hecho legiones de ciudadanos y ciudadanas conscientes, y sí han sido los ejércitos de personas motivadas. Se requieren menos razones que convenzan, y más motivos que nos muevan.

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